Este es un boleto para entrar a mi mente a un mundo que he creado, donde todo es posible, donde la línea entre la realidad y la irrealidad es casi imperceptible, tan delgada y tan frágil como una burbuja de jabón. Esta es una serie de relatos que narro con la intención de contarte sobre un mundo fantástico que no existe. O tal vez sí, pero sabes esto no. Lo escribo solo a veces cuando es de noche o cuando duermo, A veces cuando medito, cuando me concentro, cuando estoy a solas, a veces cuando estoy sentado en la oscuridad, a veces cuando toco un tambor en un temascal. Algunos seres me cuentan historias en los sueños y las escribo con ellos. Luego las grabo y ellos me acompañan. A veces solo las imagino, otras veces simplemente las percibo y otras pareciera como si ya las supiera ver antes y solo la recuerdo. Yo soy Rodrigo yo y estas son historias que me contó la noche pena de muerte. Escrito por Rodrigo Job narrado por Berrn Hoffman. Estoy sentado en esta silla esperando, pero así no comienza la historia. Me arrestaron en mil novecientos sesenta y siete. Sí lo hice, si es que te lo, preguntas. Llegaron a mi casa y no tocaron la puerta, rompieron la cerradura. Sí, intenté huir si es que te lo, preguntas, no pude eran demasiados policías. Corrí y logré sacar la mitad de mi cuerpo por la ventana, pero uno de ellos me jaló. No logró someterme, pero se me fueron echando encima a uno a uno me lograron inmovilizar. Fue entonces cuando a topetazos patadas y rodillazos perdí el conocimiento. Me llevaron a una zona de separos y me dejaron varios días en una celda oscura y húmeda. Compañeros de celda llegaban y se iban, pero yo, inmutable, seguía ahí. Rateros, ladrones, borrachos, drogadictos, vagabundos, incluso un esquizofrénico. Al final me quedé solo yo. Algunos días después me cambiaron a una celda peor, sin ventanas y más sucias, condiciones infrahumanas, sin comida, sin luz. Pocos sabían que ya había visto el infierno una vez y que nada conseguirían castigándome Así Era al final un sitio familiar. Era regresar a mi infancia, ese momento en el que a cinturonazos, mi padre torció. Mi destino era alcohólico y, lejos de denunciarlo, todos lo justificaron. Pobre hombre decía la vecina al ver a mi padre rondar por el patio de la vecindad en camiseta y colocándose el cinturón nuevamente en el pantalón. Ha sufrido mucho sin trabajo, sin dinero, con varios hijos que mantener y una mujer que lo abandonó. Pobre hombre, qué hay de las criaturas. Pensaba yo a dolor de los golpes que supuestamente enderezarían mis naturales travesuras y desvíos morales. Serviría ese argumento ante el juez como defensa de mi caso. Verás, señor Juez, soy así porque así me hizo. Mi padre le balbuceaba al eco en mi celda y luego reía burlonamente. No no lo aceptaría el juez en mi defensa. Después de lo que hice, al final superé a mi padre pobre. De mí Tuve un padre que estaba desquiciado y eso fue lo único que me enseñó, lo único que aprendí el juicio giró en torno a mis obscuros actos. Una sentencia dura como el acero de mi navaja, dijo el juez y así fue pasaron por mí a mi celda, me llevaron esposado al juzgado y se dictó la pena capital. El juez quería mi vida porque yo había tomado varias con mis manos. Mi abogado apelaba cuarenta años en prisión o tal vez cadena perpetua. Yo, sabiendo lo que había hecho, me pareció incluso poco pagar con mi ser No le hacía el feo a bajar nuevamente al infierno. Vivir ahí unos años y regresar sería como volver a casa de vacaciones. Cuando el juez golpeó el mallete y dictó la sentencia de muerte, mi alma se liberó por fin un desenlace, una salida, sin importar cuál fuera tranquilidad. Al fin, para ser honesto, la prefería a la cadena perpetua y a las otras pujas de mi abogado. Así es que el día llegó conocí el corredor de la muerte. Le seguí a un padre con quien bromeaba. En realidad sus sermones no me interesaban ni lo supo enseguida. Terminó cerrando la Biblia y mejor platicamos sobre el borbon barato que yo bebía, curiosamente, el mismo que bebía él. Benditas coincidencias. Padre le dije y ambos reímos me senté. Me amarraron, primero las muñecas con dos hinchos de cuero bastante desgastados. Después los tobillos. Nadie lloró, nadie dijo nada. Dieron marcha al interruptor y listo morí te juro que morí. Incluso sé que visité el mismo infierno. No sé por el singular o dolor que de forma extraña. Recuerdo no es azufre, como dicen, pero se le parece morí en realidad, por un instante, nada más, una vez que la ceremonia había finalizado, regresé a mi cuerpo. Recuerdo un golpe firme que me sacó el aire, un dolor fuerte en los músculos, tiesos caer y oler a piel quemada. Esa fue mi experiencia. Nada de túneles, nada de ángeles, nada de nubes, por supuesto, nada de luz, No vi nada en realidad más que obscuridad. Solamente escuché llantos y lamentos, abrí los ojos y escuché suspiros con una venda. Aún no podía saber qué sucedía hasta que el padre se acercó y me la quitó. Dios mío dijo. Mientras pasaba y pasaba hojas de la Biblia buscando algún pasaje que leer, yo solamente pude hacer una media sonrisa la cara la tenía paralizada. Aún me regresaron a mi celda, no sabían qué hacer? Había un éctate de función que indicaba el protocolo legal. Había firmas, testigos, un médico que certificó mi muerte e incluso un desconcertado juez que pensaba en darle nuevamente al switch. Por treinta minutos estuve muerto. Sin embargo, estaba de vuelta en mi celda, no sabían qué hacer. A fin de cuentas, se había cumplido la sentencia, la pena de muerte. Yo había cumplido la ley. Tiene ricobecos que difieren con las leyes el más allá. Yo estaba desconcertado o era el mismo seguro que no algo me había cambiado en el viaje que hice. Ya sabes dónde hoy estoy en esta silla es la de mi consultorio. Mi agenda está llena y espero pacientes. Son personas que están aquí en este mundo como yo, pero que no deberían estar aquí. Son personas que tienen un grillete amarrado a la tierra y no se pueden desprender. Son personas que deben irse y no pueden o no saben cómo sabes. Lo único que no puedes aprender es a morir. Nadie que nos enseña a morir, aferrarse por miedo, a morir por miedo a lo desconocido, por no saber que existe después de la vida, si es que existe algo en realidad. El miedo a la oscuridad eterna del ataúd, el miedo a la humedad de la tierra, el miedo al calor de la cremación, el miedo a dejar lo que conocemos bueno o malo, el miedo a abandonar el calor del cuerpo, el miedo a dejar de reír o de llorar simplemente, el miedo a dejar de ser afuera de mi consultorio. Hay un cartel que dice el bien morir entre si desea ir me gusta la ironía de las palabras del mensaje se sientan enfrente de mi escritorio y platicamos. Me cuentan todos sus temores, todas sus sombras, todos sus deseos y anhelos todo lo que sienten y yo los invito a pasar. Del otro lado, los llevo a pasear a través de esa oscuridad que me recibió a mí aquel día. Los presento y con pocas muy pocas palabras, los ayudo a bien morir, a soltarse, a dejarse, ir a vaciar sus miedos y sus sombras y dejarlas aquí para subir limpio desprendido. Yo no mato a nadie. Tengo el don de enseñarles cómo cruzar. Me enseñaron el camino. Ahora soy el guía. Mi vocación. No la había entendido en un inicio porque estaba cegado por el mal que marcó mi espalda. Quiero decir mi vida la gran diferencia entre matar con una fría navaja que acompañar a la muerte. El fin es el mismo, el camino es toda la diferencia. Esto fue. Me lo contó la noche escrito por Rodrigo Joop narrado por Bern Hoffman. Visita. Me lo contó la noche com