Este es un boleto para entrar a mi mente a un mundo que he creado, donde todo es posible, donde la línea entre la realidad y la irrealidad es casi imperceptible, tan delgada y tan frágil como una burbuja de jabón. Esta es una serie de relatos que narro con la intención de contarte sobre un mundo fantástico que no existe. Oh, tal vez sí, pero sabes esto no. Lo escribo solo a veces cuando es de noche o cuando duermo, A veces cuando medito, cuando me concentro, cuando estoy a solas, a veces cuando estoy sentado en la oscuridad, a veces cuando toco un tambor en un temascal. Algunos seres me cuentan historias en los sueños y las escribo con ellos. Luego las grabo y ellos me acompañan. A veces solo las imagino, otras veces simplemente las percibo y otras pareciera como si ya las supiera antes y solo la recuerdo. Yo soy Rodrigo yo, y estas son historias que me contó la noche el elevador escrito y narrado por Rodrigo Yo. Por fin llegué al hotel preocupado por mi reservación. La respetarían aún a esta hora. El vuelo tuvo un retraso, perdí la conexión y llegué varias horas más tarde de lo esperado. Durante el vuelo, en una turbulencia me derramé el café encima. Mi maleta llegó rota. La fila de migración era interminable. Buenos Aires estaba hecho una sopa llovía y el tráfico era lo peor que había visto. Esta ciudad tenía ganas de Regresarme hubiera incluso deseado que en el aeropuerto me hubieran dicho usted. Disculpe caballero, no, no hay o one de llegar a su destino. Prefiere regresar a México. Ya estaría en casa de vuelta durmiendo calientito en mi cama, limpio, seguro y tranquilo, pero parecía que todo estaba en mi contra. Las expectativas positivas del viaje se iban tornando poco a poco en baches y vallas. El entusiasmo se esfumó mi mente se encontraba centrada en él. Qué más podría salir mal. El taxi se detuvo frente al hotel. El chofer abrió la cajuela desde dentro y malhumorado, me dijo que pagara cuatrocientos cincuenta pesos. En realidad no sabía cuánto era. Simplemente sabía que me estaba estafando. No sé por qué, pero lo sabía saqué. Mi maleta de la cajuela y enseguida arrancó salpicándome los zapatos, entré arrastrando como pude mi rota maleta y toqué. Un par de veces la campana de la recepción, esperando que el encargado saliera. No había nadie en el pequeño beso estíbulo. Volví a tocar y un hombre espigado alto, pálido y ojeroso, con una grasosa calva y una larga cabellera rubia que de los costados llegaba casi a los hombros. Apareció del obscuro pasillo que estaba detrás del mostrador. Lo esperaba, me dijo. Mientras encogía los hombros y mostraba sus ennegrecidos dientes, sacó una papeleta con mi nombre, mi dirección y otros datos personales. No me sorprendí viendo el vegistorio del hotel. Estoy seguro que sería el único huésped valiente en quedarse aquí. El obscuro amigo me ofreció una pluma dorada posándola sobre los papeles y con sus dedos quijotescos, me mostró dónde firmar Aquí dijo golpeando con el dedo índice sobre la línea punteada la luz del vestíbulo comenzó a titilar al tio tiempo que el hombre añadió es el último huésped que esperábamos esta noche. Menos mal contesté irónico. Eso me deja más tranquilo. Firmé la luz volvió a su potencia normal. El personaje guardó los papeles en un cajón desordenado y tocó la campana fuerte e insistentemente. Un estruendoso ruido llamó mi atención. Se abrieron las puertas de un viejo elevador, unas rejas de metal que se deslizaron resonando como la puerta de un viejo calabozo. Abriéndose un joven sonriente bajito regordete salió de él arrebatándome la maleta y tomando del mostrador el enorme llavero de madera con la llave que indicaba setecientos uno. Sus miradas se cruzaron pícaramente. Le estoy ofreciendo el duplex sin cargo adicional. Por supuesto, dijo el encargado es una habitación amplia. Le agradará. Remató el botones. No pude dejar de notar las miradas que seguían enganchadas una a otra. Sin embargo, el cansancio me atestaba. No pensaba en otra cosa más que en dormir. Echó un vistazo a mi maleta rota y sin decir nada, sacó de su bolsillo un rígido alambre, arreglándolo en un santiamén. No sé cómo lo hizo. Subimos al elevador. El viejo cacharro hacía ruidos mecánicos y se adoraba en todos los pisos. Me calmó su sonrisa y tranquilidad. Amablemente, llevó mi maleta hasta la puerta del cuarto. Abrió y me cedió el paso como si de un fino mayordomo se tratara. Efectivamente, la habitación parecía un mini departamento en el piso inferior, una pequeña cocineta, un baño y algo que pretendía hacer una barra de bar con una sala de estar y un televisor. Sí, un televisor no era una moderna pantalla, sino un viejo televisor con silescopio. El sitio era anticuado a más no poder. Una pequeña y retorcida escalera de caracol llevaba al segundo piso, donde apenas cabía una cama, un baño y otro televisor viejo. El papel tapiz se desprendía en algunos sitios. En otros podía verse cómo se desprendían al menos otras tres o cuatro capas de viejo tapiz. El olor a humedad era penetrante. Una gran burbuja en la pintura semidescarapelada. Se encontraba encima del aparato que pretendía ser un viejo aire acondicionado. La alfombra se separaba de las orillas. Era un hotel viejo, feo y descuidado. No entendía cómo es que había llegado ahí. Miré el reloj dos a m agradecía el botones y lo despedí con una buena propina. Qué culpa tenía él de mi mal viaje y del estado de este cutre hotel. Me lavé los dientes, me puse la pijama y con mis zapatos de vestir, caminé por toda la habitación. Me daba un poco de asco pisar la vieja alfombra, pegajosa y maloliente. Me dispuse a dormir y apagué la luz. Al poco tiempo escuché pasos en el piso de arriba algunas risas de niños y gritos de adultos regañándolos. Me pareció muy extraño. No eran horas de niños. No era un hotel de niños, No era temporada de viaje con niños. Tomé la almohada y me cubrí las dos orejas con ella y justo cuando intenté conciliar el sueño música a todo volumen, comenzó a sonar cómo, cómo es posible. Sólo eso me faltaba pensé, así que decidí llamar a recepción, pero la línea estaba muerta. Qué esperabas de un cochino otelas y me dije de verdad esperabas que el teléfono funcionara molesto, cansado y sin energía. Decidí bajar a recepción a pedir una explicación o un cambio de habitación. Fue toda una sorpresa a ver que en el elevador se encontraba el pequeño botones no descansa nunca me pregunté. Llegué a recepción y le exigía al empleado que se comunicara al ochocientos uno a pedir que se silenciaran. Qué no es esto un hotel serio. Rematé claro que sí, caballero, me contestó aquí. Nadie ríe tan serio que no hay nadie en la ochocientos uno a decir verdad la habitación ochocientos uno está dos pisos arriba arriba de su habitación. No hay otra habitación. Hay un entrepiso resultado de una remodelación del edificio original. Así es como pudieron poner otros tantos pisos en mil novecientos, sino un permiso de las autoridades. Contestó, insistí una y otra vez. Entonces qué habitación tiene un una fiesta con niños viene de abajo el ruido. No hay habitaciones con niños hospedados. Las familias prefieren no hospedarse con nosotros. Contestó pocos deben preferir hospedarse con ustedes dije apretando los dientes, decidí regresar a mi habitación. Mañana me cambiaría de hotel. Subí al elevador y el botones me miró usted los oye también verdad. Me preguntó que si los oigo, que si los oigo, quién no oye. Ese escándalo le contesté. En realidad, casi nadie contestó al tiempo que dejó oprimido dos botones, siete y ocho. Al mismo tiempo no seguí la conversación. Solamente quería dormir. Tenía que estar listo para mi junta del día siguiente, es decir, de ese mismo día. El elevador se detuvo, pero no estaba en mi piso. Era un sitio extraño, un pasillo largo que no correspondía la arquitectura de aquel viejo edificio y en el fondo, una luz se escapaba por el contorno de una puerta adelante. Me dijo, extendiendo el brazo e invitándome a salir del elevador, debo decir que la curiosidad me invadió. Así es que, cauteloso y confiando en el pequeño hombre, salí y comencé a andar el pasillo. El joven Botones me dirigía a escasos pasos detrás de mí. Caminamos Parecía como si el interminable pasillo se fuera haciendo cada vez más largo conforme avanzábamos y el elevador se fuera alejando más y más y más. Finalmente llegamos abra usted. Yo no puedo me dijo mientras señalaba el oxidado picaporte viejo de una puerta que no era como las de las habitaciones, que no tenía un número en ella, sino un símbolo extraño que no lograba reconocer Y así hice abrió un enorme salón de baile que difícilmente podía caber en el minúsculo edificio se mostró una orquesta. Tocaba la música que había escuchado. Hombres con sombreros altos, patillas largas y monóculos. Bailaban con mujeres arregladas, con vestidos abombados. Disfrute usted, mi señor me dijo el joven mientras cerraba la puerta y con su pícara sonrisa me dejó ahí adentro y así fue o más bien